Un cuento en Transmutacuentos. Entre la realidad y los sueños

En el libro Transmutacuentos. Entre la realidad y los sueños, he colaborado con un cuento titulado «La cuesta». La venta del libro, en la asociación ANNES de Lucena y en todas las papelerías de la ciudad, es en beneficio de esta maravillosa asociación de niñas y niños de necesidades especiales.

El microrrelato La pesadilla desde el punto de vista del escritor Ángel Mario Herreros

La pesadilla. Para despertar

Con esta imagen, el escritor argentino Ángel Mario Herreros ha difundido mi microrrelato «La pesadilla», perteneciente al libro Para despertar. Desde aquí se lo agradezco.

LA PESADILLA

(c) Manuel Guerrero Cabrera

—Ahora que lo dices, sí, he tenido una pesadilla. ¿Tanto se me nota? ¡Fue terrible! Te la voy a contar para sacarla de mí, si no del todo, un poco al menos. Estaba solo… Bueno, me acompañaban dos leones hambrientos; aún tengo vívido su pelaje dorado, su lengua rosada que relamía (imito el gesto) y sus garras gigantes; con ellos aparecieron tres basiliscos fieros de mirada hiriente y gruñido latente y… cuatro paredes. Era preso de la angustia…

—Tranquilo, Amor. Yo también he tenido una pesadilla esta noche. ¿Qué? ¿Cómo ha sido? Igual de horrible, de veras: no estabas tú.

Olor de Viernes Santo (Vieja túnica y otros relatos). En Lucenahoy

https://www.lucenahoy.com/articulo/cartas-al-director/olor-viernes-santo-manuel-guerrero-cabrera/20210307235714086634.html

«Olor a Viernes Santo» pertenece a Vieja túnica y otros relatos de Manuel Guerrero Cabrera (Áticabooks, 2017).

1.-

Violetas y tierra. La primavera llegaba cuando olía a violetas y tierra en su balcón. Paquita solía identificar con un olor la llegada de cada estación, por eso, el verano había llegado cuando en su mente reconocía el del melocotón y el fin del mismo lo intuía con la uva moscatel. Aun así, le era difícil captar un olor para la llegada del invierno, porque, según ella, los vecinos debían de cocinar en exceso para la Nochebuena, lo que trastornaba su olfato. No había sido ciega de nacimiento, sino que había ido perdiendo la vista con la edad. Raramente abría los párpados, pues lo veía todo tan borroso que sentía un ligero mareo que le desagradaba. Tampoco había sabido discriminar aromas antes de que la vista fuera a menos y, en verdad, se había acentuado como pasatiempo contra la soledad. Sigue leyendo

Diez años desde Estudios críticos de Literatura del Siglo de Oro

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Hace diez años salió de imprenta mi primer libro, Estudios críticos de Literatura del Siglo de Oro, una colección de ensayos, previamente publicados en distintas revistas, sobre San Juan de la Cruz, Miguel de Cervantes, Luis de Góngora y Calderón de la Barca.

En él me ayudaron directa o indirectamente mi familia, Antonio Cruz Casado (autor del prólogo), Juan Beret, Luisfernando Palma, José M. Ventura, Antonio Crespillo Guardeño (y Cofradía del Amor), Cofradía de Ntra. Sra. del Valle, Lara Cantizani, Pipo e Inma. Mostré mi agradecimiento en las últimas páginas de la publicación y aquí lo hago de nuevo. Sigue leyendo

El mago y la novia ausente. Accésit del X Premio Saigón de Literatura

EL MAGO Y LA NOVIA AUSENTE
(c) Manuel Guerrero Cabrera
 Accésit del X Premio «Saigón» de microrrelato
 Para Ariel Carrizo Pacheco
 –La bacana está triste, ¿qué tendrá la bacana…?
Escuchaban a Celedonio Flores como una declaración deseada de amor, porque en este
poeta todos sus versos eran admirables.
–Volvemos en unos minutos tras la pausa comercial en Radio Stentor –dijo el locutor,
cuando el poeta acabó.
Hizo la señal de que ya no estaban en el aire y Gardel, inquieto, se levantó de su silla
para dirigirse al otro poeta invitado, Enrique Cadícamo:
–Recién escuché al Negro Cele, me acordé de que grabé varios tangos ayer nomás, entre
ellos La novia ausente, de vos…
–Seguro que lo cantaste de forma inigualable –interrumpió Cadícamo.
–Sos un buen poeta, decime: ¿cómo usaste los versos de Rubén y no los de vos?
–Porque el tipo del tango tiene sus años… Imaginá que yo sería un pibe cuando se le
murió la mina, así que nadie mejor que Rubén Darío para ese recuerdo romántico.
Gardel acababa de sentarse en un sofá del estudio, cuando el locutor avisó de que en dos
minutos volverían a estar en directo.
–¡Che, Enrique! ¿Así es el tipo?
Gardel había sacado un mechón de lana del viejo sofá y se lo había colocado a modo de
bigote. Todos rieron. Por estas cosas le llamaban «El Mago»: había unido poesía y vida
para gusto de todos con lana vieja. Y con alma de niño, sonrisa de ángel y ridículo
mostacho quiso dar vida al protagonista de La novia ausente:
–La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?

En este vídeo podrás verme leer el texto durante la entrega del premio:

La noche que Gardel recordó a mi padre. Relato para homenajear al Zorzal

Este relato de mi autoría se publicó en el libro Mano a mano con Gardel (Ende, 2015) para homenajear a Carlos Gardel en el 80º año de su fallecimiento, así como a Pascual Contursi, una de las personas más importantes en la historia del tango. 



LA NOCHE QUE GARDEL RECORDÓ A MI PADRE

(c) Manuel Guerrero Cabrera

 

1.-

Cuando entré en Las Violetas, estaba allí. Puede decirse que nuestras miradas se encontraron a la vez, mas no nuestras sonrisas. La suya era radiante e iluminaba más que la luz que entrara de día por los vitrales del establecimiento, la mía era de circunstancias, porque había muerto mi padre hacía pocos meses y él, sonriera o no, como tantos otros amigos, me recordaban sus últimos días llenos de angustia y desesperanza.

–¡Amigo Katunga! –se me acercó y me apretó el brazo–¿Cómo te encontrás?

–Bien, bien… –respondí sin mucho ánimo.

–No hay día que no piense en tu viejo. ¿Sabés? Esta noche estuve en el Río de la Plata y canté dos de sus tangos.

–¿En el cine?

–Así es…

–Muchas gracias, Carlos. Donde quiera que esté, mi viejo te lo agradece también.

–¡Ánimo! –volvió a apretarme el brazo– Me apeno de verte tan triste. ¿No van bien las cosas?

–Sí, van bien para como está el mundo y para como estaba él.

–¡Pobre tu viejo! Vos sabés que con él éramos amigos de la milonga…

–Ya podemos irnos, Carlos –era Armando Defino, el apoderado de Carlos, que, mientras hablaba conmigo, se había quedado con el encargo en la confitería Las Violetas, que no tenía nada que ver con los bizcochitos o los confites, sino más bien con el turf–. ¡Oh! Perdoname, José María, que no le reconocí. ¿Cómo le va?

–Pues, amigo Defino, no podemos dejar al hijo de Pascual con esa cara desconsolada. ¡Vamos a mi casa!

Carlos me quitó la vez de la respuesta. No admitió ninguna negativa y, solamente con su muy particular cortesía, que bien podría denominarse «gardeliana», me encontré junto a ellos, en Rivadavia y Medrano, dentro del carro de Defino que nos llevaría a la casa de Carlos Gardel en el Abasto.

 

2.-

–¿Conociste a mi viejo antes del 17? –le pregunté a Carlos– Nunca me habló de vos antes de Percanta que me amuraste…, de Mi noche triste.

–¿Quién no lo conocía? Pascual era un tipo inteligente y, mirá vos, algo que no es habitual: tenía don de gentes –tomó un cigarro y lo encendió.

–Creo que en Montevideo tenía en su repertorio canciones del dúo con Pepe –apuntó Defino en el silencio del tabaco.

Los tres estábamos en una de las salitas que daba al patio central de la casa. Del patio, además del olor de las diamelas, entraba un aire silencioso, roto por nuestra conversación y los vasos del suave vino que nos había servido el anfitrión.

–¡Qué cierto! –corroboró Carlos– Yo lo tuve que conocer allá en Montevideo, en el Moulin Rouge. Tenía un tango… ¿Cómo se llamaba…?

–¿Pobre paica? ¿Flor de fango? –indiqué con dudas.

– ¡El flete! –casi gritó el cantor.

–Le alabaron mucho por ese tango –apunté.

–Le alabaron por casi todo –me corrigió Gardel–. Amigo mío, perdoná por lo que voy a decir, pero El flete no era de sus mejores tangos. Eso sí, había que escucharlo. Es que en esos años, te hablo de 1915, llegás a Montevideo y te preguntan por El flete antes que por la salud… Aunque supimos que tocaba en varios cabarets, como el Royal Pigalle o el Moulin Rouge; fue en este último donde lo oí… ¡Y qué sorpresa cuando tocó los valsesitos y los estilos que hicimos Pepe y yo! Al acabar la actuación, me acerqué y le dije: «Vos sos Pascual Contursi»; me miró y me dijo: «Y vos, Carlitos Gardel del dúo Gardel-Razzano. ¿Quién aprobó este examen de reconocimiento?» –nos reímos los tres.

–Y, a partir de entonces, fuisteis amigos –concluí.

–Sí, aunque no lo veía con frecuencia. ¡Tu viejo estaba encariñado con Montevideo! Voy a contar a vos algo que me pasó con él. Seguro que no lo conocés… Una mañana de 1917 tu viejo se apareció por aquí, por Buenos Aires…

 

3.-

Una mañana de 1917 Pascual había llegado muy temprano a Buenos Aires. Tenía varios asuntos pendientes y, de puro madrugador, no podía realizar la mayoría hasta bien entrada la mañana, así que se había dirigido a la pieza que Carlitos Gardel compartía con su madre, en Corrientes, cerca de Callao.

Doña Berta, la madre de Carlos, salió a recibirle y, al preguntar por su hijo, le hizo pasar sin más; pues, ante todo, esta mujer era discreta.

Pascual lo esperó de pie en la salita y, al poco, apareció un ojeroso Carlos, que había ganado peso respecto a la última vez que lo vio y llevaba un peinado que le favorecía muy poco, con el pelo cayendo a dos aguas en su cabeza. Le sonrió al verle, sin mostrar apenas los dientes y exclamó «¡¡Pascual!!» antes de abrazarse.

Mientras desayunaban, se contaron sus proyectos: Pascual seguiría en Montevideo hasta que pudiera ir a Europa, en especial, a la ciudad soñada de París; Carlos continuaría en el dúo con Razzano, aunque presentía que destacaba sobre su compañero, y le gustaría probar fortuna en el cine. En un momento de la conversación, Pascual visualizó la guitarra de Gardel:

–Tenés ahí tu viola. Dejámela un momento.

–¿Querés tocar ahora? –inquirió Carlos.

–Te voy a hacer escuchar un tango –respondió con seguridad Pascual.

–¿Un tango? –expresó con sorpresa, mientras se levantaba a por ella.

–Sí. Es de un muchacho uruguayo que me lo pasó en el Royal.

Gardel se la entregó y Pascual la afinó lo mejor que pudo para su interés.

–Escuchá, Carlitos –y comenzó a entonar–: Percanta que me amuraste… en lo mejor de mi vida…

Carlos Gardel era todo oídos. La expresión de su rostro mostraba satisfacción y sorpresa y, en su ánimo, crecía la emoción. Le gustaba y, sobre todo, le fascinaba el tono melancólico de la letra, muy distinto a esos tangos picantes de burdel, que siempre oía y mal cantaba en sus trasnoches con la barra.

–Porque su luz no ha querido… mi noche triste alumbrar…

–¡Qué gran tango, Pascual! –dijo Gardel–. Su ritmo es tango, es indiscutible; y me gusta lo que cuenta. Cantámelo otra vez y le preguntás a tu amigo si no le importa que la incorpore a mi repertorio.

–Pa’ eso estoy aquí.

 

4.-

Carlos hizo una pausa mayor de lo normal, con la mirada perdida en algún punto del recuerdo. Yo lo había estado escuchando con muchísima atención, tanto que me pareció haber viajado a esa mañana de 1917 hasta que su silencio me trajo de vuelta.

–Me gustó tanto que lo aprendí enseguida –continuó de pronto–. Se lo cantaba a mis amigos, que se entusiasmaban con oírlo, pero no me decidía a hacerlo en público… Hasta que me largué con un poco de miedo en el Esmeralda con el éxito que vos sabés. ¡Recién entonces supe que tu viejo era el autor!

–Yo creía que os la dio a Pepe y a vos en el Urquiza, en Montevideo –apuntó Defino con cara de extrañeza desde su asiento.

Gardel miró a Defino, luego llevó la vista hacia el cielo y, finalmente, volvió a centrarla en él sonriente.

–Defino… Lo que vos decís fue con otro tango –ahora se volvió hacia mí–. Y vos, Katunga, ¿qué sentís después de lo que te conté?

–Carlos, amigo, ¿qué puedo decirte nomás? Estoy impresionado… No, emocionado… Sé que nunca olvidaré las palabras sobre mi viejo que dijiste. Y valdrán mucho cuando añada a mi narración que las dijo el gran Carlos Gardel –comenté verdaderamente estremecido por el testimonio que recién había oído.

–Es de justicia que a Pascual lo coloquen donde merece. Era un músico increíble que, además de vos, tuvo al tango como hijo.

–¡Qué bueno! ¡El tango es mi hermano!

–¡Che, José María! ¿No pensás seguir los pasos de tu padre y componer? Mirá vos que creciste entre puros tangueros. Y podés poner tu nombre al lado del de tu viejo.

–Ese tango ya pasó. Yo escribiría de otra manera.

–Muchachos –intervino Defino de repente–, yo me retiro que por la mañana tengo cosas que hacer.

–Armando, si vos vas en auto, ¿podés acercarme a casa? –pregunté.

 

5.-

Armando recién me había dejado, cuando me puse a buscar la llave para entrar en mi domicilio. No tenía prisa, pues pensaba en la conversación que esa noche había tenido con Carlos Gardel. Encontré la llave, pero no la introduje en la cerradura. Me eché de espaldas a la pared y aspiré el aire fresco de la noche.

En un torbellino insólito se me vino a la memoria algunas madrugadas en Montevideo de pibe con mi padre… ¿Cómo iba a estar a su altura? Pascual Contursi tomaba la guitarra y la poesía salía sola acorde a acorde. Como un juglar, mi padre tenía genio para el ritmo y un amplio vocabulario con el que podía cantar cualquier historia, en especial, las de amor, que dan mucho de sí la relación entre un hombre y una mujer. ¿Cómo escribir? El tango, la milonga, el vals son poesía. Pero la poesía que escribo es diferente a la del Malevo Muñoz o a la de Cele Flores.

«¿No pensás seguir los pasos de tu padre y componer?», le había dicho Gardel. Estaría bien escribir algo que cantara el Zorzal, pues estaba seguro de que su voz sería eterna… «Y podés poner tu nombre al lado del de tu viejo». Mi nombre al lado del de mi padre. Estaría bien.

Aspiré fuertemente el aire de nuevo. Me puse frente a la puerta y la abrí. Antes de atravesarla, para que la soledad de la noche de Buenos Aires fuera testigo, dije:

–Así haré, viejo. Con la voz de Gardel, mi nombre y… tu nombre.

Las golondrinas. Relato en Aldaba 23

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En el número 23 de Aldaba, de la Asociación Itimad, ha aparecido un microrrelato de temática becqueriana y docente, titulado Las golondrinas.
LAS GOLONDRINAS
(c) Manuel Guerrero Cabrera
 
– Bécquer es un buen poeta, aunque… cursi, ¿no lo creéis?
El profesor lanzó una mirada cómplice al grupo de chicas atentas, las de sobresaliente, las que siempre le daban ánimo para seguir en ese trabajo tedioso, en el que la mayoría de los receptores de su conocimiento ni lo valoraban ni lo conservarían demasiado tiempo en su memoria.
–Yo no lo entiendo… –dijo una voz abúlica desde el otro extremo de la clase. Se trataba de uno de los chavales más revoltosos, al que había tenido que rogar silencio en más de una ocasión, uno de los que tenían más notas negativas y las pertinentes que el sistema permitía al profesor, sin que por ello hubiera mostrado más interés por la asignatura.
Después de mirarlo a los ojos con insólita sorpresa, el profesor se arriesgó a continuar el diálogo:
–El poema habla de amor, de un amor que se ha acabado, porque…
–No me refiero a eso, profesor –le interrumpió el alumno casi bruscamente–; es que, ¿a qué viene lo de las golondrinas o de eso que trepan los jardines?
–¿Qué hiciste ayer por la tarde?
–Estudiar, no –soltó una carcajada y la clase se rio con él.
–A ver –señaló la foto que asomaba en su agenda escolar en la que él abrazaba a una chica–; ¿qué hiciste ayer por la tarde con tu novia?
La clase soltó un jocoso e infantil aullido, que provocó un brillo pícaro en los luminosos ojos del joven. El profesor tuvo que matizar:
–Quiero decir si saliste a algún lado o, simplemente, si hicisteis deporte.
–¡Sí, sí! Paseamos por el camino de la vía verde, merendamos al pie y a la sombra de un árbol en Doña Mencía y, al volver al pueblo…, nos enrollamos en el parque.
La clase se volvió a reír.
–Muy bien, de acuerdo. Ahora imagina que esta tarde vas a hacer lo mismo, pero solo o, quizás, con cualquiera de los que estamos en esta clase. ¿Sería lo mismo?
–¡Cómo va a ser lo mismo…?
–Esas son las oscuras golondrinas, esas son las tupidas madreselvas –le detuvo el profesor–; todo se mantiene, porque realizas el mismo trayecto, meriendas bajo el mismo árbol y te sientas en el mismo banco del parque, pero hay algo definitivo, importante, esencial, que hace que no sea igual.
–El amor del poema.
–O el amor, el interés, las ganas en todo lo que hacemos cada día –dijo una de las alumnas brillantes, quien seguidamente se convirtió en centro de las miradas y, por consiguiente, en una roja flor de madreselva.
–Por eso decía que es cursi. No era necesario referirse a las golondrinas en el poema.
–Puede ser, pero hace que Bécquer sea original, distinto.

Celda número 4 (relato)

Incluido en Para despertar (Moreno Mejías, 2011) de Manuel Guerrero Cabrera.

1.- FRÉDÉRIC

 

Tosió. Después sonrió. Mientras pensaba en lo curioso de que la tos tuviese eco en las viejas paredes del monasterio y la tristeza no, volvió a toser. Y a sonreír tristemente.

Mucho antes que él, un enfermizo Chopin también había tosido allí. Tosido y sufrido. Pero… «¡Qué carajo! Era un genio. Hasta la tos de Chopin debió ser sinfónica», pensó.

El ascenso hasta lo alto del cerro, donde se hallaba el monasterio envuelto en un viento angustioso, había sido de tal dureza que le había cansado los pulmones más que el resto del cuerpo; sin embargo, pese a que la situación del edificio le había decepcionado, la emoción era mayúscula y había entrado solo para poder formar parte de esta soledad, mientras su mujer, Tania, y sus compañeros, recobraban fuerzas en el recibidor… ¿Soledad? En verdad, no. Allí estaba Chopin, pues oía sus pasos, su respiración, su tos… Él sabía que imitaba a Chopin con una diferencia de casi cien años.

La tos volvió insistente y molesta. Le obligó a apretar los ojos y, al abrirlos, cuando el pecho se controló, ante su gran nariz contempló el pasillo oscuro y descuidado. Había caído la noche encima e intuía que, aun fuera pleno mediodía luminoso, allí no conseguía entrar el sol; muestra de ello eran la humedad y el silencio de las paredes. Pensó que Mallorca era una joya que a Dios se le había caído de las alforjas (así lo pensaba literalmente), pero que el monasterio de Valdemosa había sido traído del país más triste del mundo. Parecía que no perteneciera a la isla.

Anduvo por el corredor, deteniéndose en cada puerta y preguntándose vivamente si la celda del músico estaría cerca. Avanzó así hasta que la tos volvió y, tomándolo como una señal inspiradora, leyó «Celda número 4» y abrió la puerta que tenía delante. Atravesó el marco y entró. Múltiples sensaciones corrieron por su ánimo, como la desesperación del viento dentro de la habitación, hasta que un escalofrío le hizo mirar al frente y se angustió. Allí se hallaba la entrada al cementerio y comprendió que estaba en la habitación de Chopin. Pudo imaginar la dolorosa mirada del genio polaco, consumiéndose interiormente, frente a la invitación al reposo eterno; pudo comprender la demencia de sus obras ante la llamada constante del tiempo consumido.

Además de a Chopin, sentía algo más en el cuarto… Paseó su inquieta nariz por él y descubrió un piano en una sala que se abría a su izquierda y en la que entró. ¡El piano Pleyel! ¡El de Chopin! Levantó la tapa automáticamente y lo tocó… ¡Aún tenía alma! El corredor, las paredes, el viento, el cementerio, el monasterio: todo estaba muerto menos ese piano.

Volvió a tocarlo, empezó a hilvanar algunos compases, como una composición única para el piano, como un tributo para el genio. De repente, algo surgió en su interior que casi le hizo caerse sobre el Pleyel, al mismo tiempo que mordía alguna tos importuna y aullaba el viento doloroso. No era la primera vez que se sentía así en España.

Antes de recordarlo, se preguntó dónde estaba su mujer.

 

 

 

2.- FEDERICO

 

El pequeño Café de la Gran Vía, frente a la Plaza del Callao, estaba repleto de gente. Las tazas se habían bebido hace media hora en la mesa donde estaban sentados Enrique y Tania. Llevaban cinco días en España y su amiga, la exitosa actriz Lola Membrives, les había invitado a venir para que conocieran a Federico, que les acompañaba junto a tres músicos, con el guitarrista Regino Sáinz de la Maza, entre ellos. En un extremo, Lola y Tania hablaban de Toledo (que Federico había recomendado que visitaran lo antes posible. «Mañana», dijo Enrique); en el otro, los músicos conversaban acerca de sus próximos compromisos. Y, en el centro, los dos poetas. Enrique, entre emocionado y fascinado, no se podía creer que estuviera frente a uno de los hombres que más se apreciaba en su Argentina.

Ambos no se pudieron conocer hace casi dos años, cuando el granadino visitó su país; sin embargo, ya habían surgido la confianza y la admiración que, en el caso de que hubieran podido relacionarse, habría nacido en Buenos Aires. Ambos iban vestidos de forma parecida, con traje oscuro, camisa clara y lazo oscuro. El sonriente silencio mutuo es roto por Federico, con unas preguntas de rigor.

–Si escribes tango, conocerás a Carlitos, «El Mudo». ¿Cómo le va?

–¡Muy bien! Ahora se va a los Estados Unidos, a hacer películas con la Paramount en Hollywood –respondió Enrique.

–No se me olvida su voz. ¿Y «El Malevo Muñoz»?

–Sigue escribiendo y viviendo Buenos Aires, aunque no está el país en un buen momento.

–Tampoco es el mejor momento para nuestra República. La CEDA… –Hizo un gesto soez con la mano–. ¿No sabes lo de Asturias? ¿Y lo del estraperlo?

–Pese a eso, estoy fascinado de la democracia acá. ¿Sabés? Las últimas elecciones allá fueron un fraude. Vos mismo estuviste cuando ocurrió lo del Paso de los Libres y todo eso duele… –No quiso que el desengaño centrara la conversación después de tanto tiempo y tocó su taza, que ya no tenía café.

–Bueno, amigo Enrique, ¿cuál es tu último tango? –El granadino se acomodó en su silla, pues hasta ahora había estado echado hacia delante, igual que Enrique–. ¿Escribías letras sarcásticas y desesperanzadas?

–Recién acabé uno que es así para una película y que se llama Cambalache.

Cambalache.

–Es un canto a la mierda de siglo XX que tenemos, Federico.

–¿Cantas algunos versos?

–Que el mundo fue y será una porquería. ¡Ya lo sé! –entonó, algo que antes no había hecho con nadie, cantar Cambalache, la parte inicial del tango, moviendo su nariz para dar más énfasis donde debía hacerlo–. Vivimos revolcaos en un merengue… y en el mismo lodo… todos manoseaos.

Mientras cantaba no se percató de que sus compañeros se habían callado para escucharlo. Al acabar, su mesa le aplaudió y, con especial énfasis, Lola y Federico.

–¡Qué directo y sincero, Enrique! –Federico volvió a echarse hacia delante–. ¿Quiénes son los «chorros»?

–Un «Chorro» es un tipo que roba, un ladrón.

–Me gusta el lunfardo. Y creo que lo utilizas con fuerza en tus tangos, que por tu estilo se saben tuyos y por el lunfardo que son argentinos. A mí me encanta Esta noche me emborracho.

–Mirá vos. ¡Un elogio del gran Federico de España!

Cambalache es un tango fantástico. ¿Crees que «El Mudo» podrá cantarlo? –Esta pregunta la hizo con una enorme sonrisa.

–¡Seguro que le gustará! –Ahora es el argentino quien se echa hacia atrás y se acomoda en la silla, Federico y algunos músicos le imitan–. Y decime, ¿qué fue lo último que vos escribiste?

–Dentro de poco saldrá publicado un poema que he compuesto a la memoria de mi amigo el torero Ignacio Sánchez Mejías.

–Ahora me toca a mí pedir que vos me recites un poco de ese poema.

Federico sacó algunos papeles doblados del bolsillo de su chaqueta. Los abrió cuidadosamente, los miró con detenimiento y seleccionó sin duda uno de ellos. E inició el recitado con solemnidad, intensidad y duelo. Además de su mesa, algunas próximas también prestaron atención:

–¡Que no quiero verla! –El tono del granadino pilló de improviso al argentino que desde el primer verso se quedó obnubilado y se estremeció reproduciendo vívidamente todas las imágenes que escuchaba en su interior–. ¡Yo no quiero verla!

Cuando calló, Enrique no pudo hablar de lo emocionado de su sentimiento. Ni los aplausos de quienes le escucharon lo sacaron de su estado. El fragmento que el poeta granadino le había leído era posiblemente lo mejor que en poesía había llegado a sus oídos. El poeta agradeció los aplausos, pero el impacto de la impresión caló realmente hondo en su autor y no evitó una sonrisa de orgullo.

–Enrique, despierta, hombre–dijo uno de los músicos.

–Es impresionante lo tuyo, Federico. Me has dejado sin palabras.

–No me creo que haya conseguido dejar sin nada que decir a un porteño.

Rieron de la ocurrencia todos los sentados a la mesa.

–Oye, Enrique, ya que estás en mi país, ¿te leerás El Quijote? –le preguntó Lola.

–Creo que es un buen momento para hacerlo. De todos modos, releo mucho a Bécquer, después de a Federico, por supuesto.

–¡Ah! –dijo la actriz–. Ya sé por qué tienes grande la nariz…

Los presentes rieron nuevamente.

–Acompáñame –dijo Federico a Enrique–, ven conmigo; pronto anochecerá y cerrarán los libreros. Antes de despedirnos, me gustaría regalarte el libro de Cervantes –Se levanta y mira a Regino–. Encárgate de la cuenta, maestro.

 

3.- TANIA

Aún seguía reclinado sobre el piano, cuando Tania lo abrazó. Enrique se estiró y, sin separarse, lo contemplaron juntos a la luz del velón que ella había traído desde el recibidor. Le vinieron ganas de toser nuevamente, pero las venció.

–Es Chopin, Mami –Así llamaba el de la nariz amorosamente a su mujer.

Separó sus brazos de los de ella y tocó algunas notas que casualmente recordaban el inicio del conocido Nocturno Op. 9 nº2. Tania asintió:

–Antes escuché algo que tocaste…

–Fue probando. Mirá –Enrique tocó con dos de sus dedos–, estaría bien ponerle letra, una letra tan poética como si la hubiera escrito el mismísimo Federico García Lorca. Espero no olvidar estos compases –cesó de tocar y miró a Tania.

–Parece una melodía desesperante, como este aire que nos ha recibido hoy aquí –El viento había continuado aullando cada vez con menos fuerza y, si el elemento hubiera tenido conciencia para apreciar la belleza del inesperado Nocturno, se hubiera apaciguado–. Imaginas cuántas obras perdidas, incompletas o desechadas de Chopin han conocido este cuarto. ¿Cómo podemos hacer para que tu música no quede en la memoria malograda de estas paredes?

Le parecieron ensoñadoras las palabras de Tania, la verdadera alegría en la tristeza del monasterio. Enrique acarició el piano y evocó al músico genial en los atormentados momentos que pasó con sus dos amantes, la música y George Sand. Y se acordó de otro amor de triste final, que no era el suyo.

–Ya que me acordé del bueno de Federico… –comentó Enrique–. Vamos a por El Quijote, que lo dejamos en el capítulo en el que un joven pastor se muere de amores por una pastora. ¡Seguro que ahí encuentro un buen título para el tango!

(c) Manuel Guerrero Cabrera.