Artículo sobre El genio de Aras en la revista Araceli

En el número 164 de la revista Araceli (Lucena), aparece este artículo que amplía otro escrito hace uno o dos años sobre El genio de Aras, una composición poética de Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca (1767-1839).
UNA LECTURA ARACELITANA: EL GENIO DE ARAS DE MIGUEL ÁLVAREZ DE SOTOMAYOR Y ABARCA
Manuel Guerrero Cabrera
 Con las Fiestas Aracelitanas, no sólo podemos disfrutar de la feria, la ofrenda y de la procesión de nuestra Madre por las calles, en lo que tiempo nos haya permitido; sino también vivirlas desde lo reflexivo, con el pregón y la oración. En este último ámbito –por llamarlo de alguna manera– también podemos acercarnos a la literatura aracelitana y recordar algunos versos de El genio de Aras, una extensa composición poética de Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca.
Sigo los estudios de don Antonio Cruz Casado (principalmente, la edición de Efectos del amor propio, 1994), a fin de trazar una biografía para conocer a este lucentino nacido en 1767. Sus padres fueron Miguel María Álvarez de Sotomayor y su madre, Francisco Javiera de Abarca; ambos pertenecieron a familias nobles de nuestra localidad. Se casó por poderes con María Pascuala Álvarez de Sotomayor y Martos en la Parroquia de San Mateo el 22 de mayo de 1795, cuando él se encontraba en Cartagena. En 1812 forma parte del Ayuntamiento Constitucional de Lucena y, posteriormente, será partidario de Fernando VII. En cuanto a la ocupación del poeta, se dedica al ejército de la marina, donde en el citado año de 1795 fue Teniente de Fragata de la Real Armada, Capitán de navío retirado en 1827 (así se le define en un documento de apoyo a la creación de nuevas parroquias en Lucena) y, en el momento de su muerte (1839), Teniente de Navío, cargo con el que se jubiló; pero también destaca su faceta artística, con la poesía y, fundamentalmente, la de carácter religioso dedicado a la Virgen de Araceli.
Su obra aracelitana más importante es El genio de Aras (1830), de la que hablaremos más adelante; otras obras de esta temática son algunas composiciones breves tituladas Décimas con motivo de restituirse nuestra Patrona y Señora de Araceli a su santuario de la Sierra (1802), Consolativas voces que da a su protegido pueblo María Santísima de Araceli, su milagrosísima Patrona (1803), Coplas en honor de María Santísima de Araceli dispuestas para que las puedan cantar los niños de las escuelas (sin fecha), y Afectos y consolativas voces que dirigí a María Santísima de Araceli (1804); todas estas composiciones breves comparten el asunto del cuidado de la Patrona de Lucena sobre este, para que sufra el contagio de peste de otras ciudades. Don Antonio Cruz Casado sugiere que unaSalve a María Santísima de Araceli, que acompaña las citadas Coplaspara que canten los niños, y unos Gozos para la novena de María Santísima de Araceli puedan ser de su autoría. De todo ello, podemos deducir su claro fervor aracelitano y su entusiasmo por la poesía. También tiene interés por el arte, pues don Antonio Cruz Casado comenta que «se sabe que él personalmente se encarga de dorar el retablo de la iglesia de las Carmelitas Descalzas», citándose un documento de la época en el que se indica que «era “persona muy principal del pueblo que lo doró todo de su mano sin interés ninguno”», entre 1805 y 1807.
Centrándonos en El genio de Aras, de 1830, se trata de un extenso poema, escrito en versos endecasílabos y rima asonante en los pares, de gran religiosidad con un intenso afán de mostrar la veracidad y exactitud de los datos sobre la Virgen de Araceli y sus milagros. Junto al texto poético, se incluyen unas anotaciones que complementan al contenido de los versos. Este poema comienza con una invocación a los ángeles, tras lo que el autor se presenta en el poema delante de las tres cruces y, de repente, se le aparece un genio que cuenta cómo se construyó el santuario y da relación de los milagros que la Virgen ha realizado en Lucena y otras ciudades.
Por último, reproduzco aquí uno de los milagros, que aparece en esta obra de Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca, quien nos anota que sucedió el primer domingo de mayo de 1703 al impedido Francisco de Mérida, cuyas muletas se colocaron en el templo como prueba del prodigio:
Gemía un lucentino, casi inmóvil,
interrumpido el uso de ambas piernas,
con solo el movimiento expuesto y tardo
que le daba la acción de dos muletas;
sabiendo un día que en aquel siguiente
salía en procesión el Ara excelsa
a media noche, de la fe ayudado,
subió el camino de la santa sierra.
A expensas de trabajos y fatigas
hasta la cruz llegó, donde comienza
del santo templo de la augusta casa
la escarpada y feliz florida senda.
Allí paró, pues para más distancia
su triste situación se halló si fuerzas;
de cansancio agotado allí se postra
y el celestial consuelo allí lo espera.
Cuando miró que por las altas cimas
en devoto tropel, piadosas muestras,
en los hombros gozosos de sus hijos
bajaba de la gracia el Ara bella,
pronuncia entonces con piadoso esfuerzo
fervorosos acentos con que ruega
a la madre de todas las piedades
que algún alivio a su mal conceda.
Con asombro indecible y de repente
recobra la salud, su fe acrecienta,
arroja las muletas, corre ansioso,
con diligente esfuerzo se maneja.
Lleno de compunción y de ternura
veloz transita la empinada cuesta
y con espanto de portento tanto
hasta las andas de la imagen llega,
donde con él, el plácido concurso
magnifican la gracia tan inmensa
del Ara de los cielos milagrosa
que portentos tan grandes manifiesta.

Por un fuego inextinguible. Reseña de Julián Valle sobre El fuego que no se extingue en Surdecordoba.com

La lectura de poesía no está entre mis costumbres. Me faltan cualidades, no es cuestión de desprecio. Creo que para ser poeta o lector de poesía —o ambas cosas— es necesario tener una sensibilidad especial de la cual carezco. Esto no implica que jamás lea poesía. Esporádicamente, muy esporádicamente, visito la lírica, si bien como quien visita a un pariente lejano enfermo: más por ser persona cumplidora que por importar un cojón de pato en salsa agridulce las miserias del aludido. Eso sí, salvo por la rima y métrica clásicas, sin especial predilección por períodos o autores. No practico favoritismos. Me acomodo tanto a Quevedo —mejor que a Góngora, sinceramente—, como a Bécquer, a Espronceda, a Lorca, a Juan Ramón o a Alberti.
Pero, entre toda la pléyade de líricos bendecidos por la gracia de Apolo, o quien fuera el que tocara el correspondiente instrumento —la lira, se entiende—, como toda regla cuenta con su excepción, hay uno que sigo con absoluta fidelidad, porque pertenece al reducido grupo de los grandes poetas de nuestra época. Y porque es mi amigo.
Manuel Guerrero Cabrera, cuyo tiempo compagina con la enseñanza de Lengua y Literatura, domina con singular talento la estructura canónica —la delicadeza de sus sonetos motiva la admiración del literato actual— y la libre. Así, en lo referente al último caso, pese a no ser yo demasiado partidario de esta suerte de plectro espontáneo, la elegancia del cuerpo resultante abruma al más puntilloso catedrático de la ortodoxia, y al indocto cultivador de aficiones varias, donde me incluyo.
Hoy estamos de enhorabuena, porque Manuel Guerrero acaba de publicar una nueva obra. Hecho por el cual me congratulo, y lo felicito; ya quisiera yo contar con la oportunidad de una publicación editorial. El dichoso acontecimiento se lo debemos al acertado criterio del Ayuntamiento de Priego de Córdoba, que enrola en sus filas a un ilustre poeta vivo. Y, cuanto más ganen otros de él, más perderá Lucena; aunque esta cuestión no atañe a mi conciencia. Una ciudad es lo que sus ciudadanos quieran que sea.
La obra lleva por título «El fuego que no se extingue». Dividida en dos partes, «Melange» y «El mismo loco afán», reúne veinticinco poemas. «Melange», con composiciones de inédita compilación, condensa toda la libertad creativa del autor—«Nunca me han silenciado / para escribir / el afán inspirado / de puño y letras libres»—, recurriendo a los temas que erigen el reconocimiento de un estilo. Por eso, recupera el amor, sea romántico—«… porque el alba procura / repetir que vivamos de amor otro remanso»—, sea erótico —«y repasar mi lengua / por tu dulce de hojaldre»—, y el tango, combinándolo con la influencia oriental en «Tangohaiku». Se recrea, además, Guerrero en la melancolía de los recuerdos.«Quiero recuperar / los besos de la infancia», escribe en «Cinema Paradiso».«Contigo me has traído / recuerdos de los besos»,remata en «Nuovo Cinema Paradiso».«La vida en familia: ¡qué tiempos aquellos del niño / más viejo que no ha de volver!»,intercala en «Melange». La inagotable generosidad de sus musas le concede cantos a la Historia, a Lucena y a la Literatura, «llanto infantil / del castellano», o a su propia Literatura: «He soñado que Elena / leía mis poemas» o «La niña sonrió / tras leer mi poema». Honra, en fin, a sus maestros —«con la pinta de aquel Carlos Gardel / que siempre sonreía / y el divino tesoro de Rubén»—, y, probando su destreza en el manejo del género, logra con «Poema para microondas» una curiosa invitación, un saludo al lector, a modo de prodigioso prefacio.
La segunda parte, «El mismo loco afán», supone una selecta antología introducida por uno de mis poemas preferidos, aquél que arranca con los memorables versos «Y yo me iré. / Como todos. De un día / para otro. Sin aviso», alcanzando el breve «Y se fue sin aviso como un rayo caído» y culminando con el homenaje a un rincón cordobés donde «besos te robaron / en la placita del Potro».
El amor, evidentemente, esa pasión que consume y abastece, ese fuego inextinguible, «… fuerte / como la muerte», ha conducido al autor a establecer residencia en Cabra. La privación queda para la ciudad que lo vio nacer, vigorizándose la que lo acoge. Ventajas de la amistad, a mí tanto me da. Después de todo, sólo representa la eventualidad de un corto desplazamiento. La amistad no conoce de términos ni fronteras, no se somete a distancias ni intervalos, no se convence con lamentos ni reproches. La amistad es algo más simple: «Tuvimos amigos pasados los años —versifica Manuel Guerrero en “Melange”— que tanto / ganaron con fe y humildad».