Versos de mi guitarra de Pepe-Luis Álvarez en Surdecordoba.com

Aplicado a la ópera, Mozart dijo que la poesía ha de ser hija obediente de la música. Tras la lectura de Versos de mi guitarra (Vertical, 2012) de Pepe-Luis Álvarez, podemos considerar estas palabras en otros géneros musicales, como los que condicionan las tres partes de este libro: blues, contrapunto y acústico. Pero, antes de comenzar este concierto, nos ofrece unas palabras en las que, al igual que Antonio Machado («He andado muchos caminos»), avisa que vagó «por caminos y páramos» para acabar «a veces contando verdades/ y otras borrando mi historia». Aunque ignoramos qué habrá de cierto en esto último, podemos contar como verdad que Pepe-Luis Álvarez nació en Lucena en 1973 y que ha dedicado su vida a las artes gráficas y a la fotografía industrial; anteriormente al presente volumen, ha publicado Rayas en el ser (2010) y No es poesía… (2011).
La primera parte del libro, Blues, es, en palabras del epílogo del poeta Jacob Lorenzo, «un concierto claroscuro con notas de alquitrán y miel»; palabras muy acertadas las del director de esta colección, pues el juego de los sentidos es muy interesante en estos versos. Así ocurre en «Naufragio», el inspirado «La sombra del silencio» o, del que destacamos algunos versos, «Noche de blues»:
Bebí de ella, esencia de mujer,
mezcla de ananás con hierbabuena,
no escuché más de tres notas
de aquellos labios sabor a miel.
Es también en esta primera parte donde el poeta encadena verbos para agilizar el ritmo intensivo de su blues:
Cruzo, paro, levo anclas y navego…
[…] cito, templo y desapareces, («Naufragio»)
Me entrego y te enredas y vuelvo a caer. («Inspiración»)
Contrapunto se titula la segunda parte, en la que el amor adquiere importancia e, incluso, de un modo destructivo, como señala Jacob Lorenzo en el epílogo. Sed, sudor, fuego o saliva son algunos de los elementos que encontramos en estos poemas: «Balada», «Judería», «A pulso», «Luna», etc. Entre estos, destaco «Balada», un buen poema en el que esta (la balada) adquiere forma relacionándola con otras composiciones: vieja canción, himno, oda, elegía con sabor a cántico, poemas, etc.; hasta concluir en un final sacado del cine:
Quemé mis naves y vivimos libres,
cabalgamos juntos al amanecer,
rompí las leyes y me hice prófugo,
bebí de ti, hasta saciar mi sed.
La última parte titulada Acústico nos ofrece el ingenio, como un aparente divertimento, de nuestro poeta, desde las metáforas e imágenes de «Arte» y «Mi viejo baúl» a los ejercicios culturalistas de «Alma» y «Duende», desde el juego de los versos finales de «Esquina Montera» o «Alternativa» al acróstico de «A un cretino».
De su estilo hemos de resaltar la combinación de sensaciones de los sentidos, como ocurre en «Judería» o en «La sombra del silencio»:
Escucha la sombra del silencio,
es resbaladiza y afable, tenue.
Oído (Escucha, silencio), vista (sombra, tenue) y tacto (resbaladiza) se unen en un verso y se intensifican discurriendo por el resto del poema con otros sentidos. Es este uno de los aciertos de la poesía de Álvarez.
También llama la atención el empleo manifiesto de la estructura «sustantivo + que», mayormente con el fin de iniciar una imagen y que es característico de este volumen; como muestran estos ejemplos, tomados de distintos poemas de las tres partes antes referidas:
Fuego que arde sin ser consumido («Naufragio»).
Apuntes que tiemblan por alegrías («Indulto»).
Instante que susurra y mece
la mano sincera que desemboca en ti («Ahora, tú»).
Fuego que arde y quemando vive
e incendia la llama que muere por ti («Judería»).
Arte… que de hambre matas («Arte»).
Y es que ambos puntos estilísticos son reflejo de las palabras con que abrimos este texto: la poesía de Pepe-Luis Álvarez es hija obediente de su música, pues de esa forma adquiere sentido todo el conjunto desde su título, Versos de mi guitarra, la poesía nacida de los acordes de la guitarra, la poesía como hija de la música.

Reseña de Pedro Luis Ibáñez sobre El fuego que no se extingue

Publicada en varios medios: La Opinión de Cabra, Argenpress, Cabra digital, Cabra información y Luz de Levante.
En la construcción de la Poesía como edificio social -la huella del significado y significante realzada en la perspectiva de la cotidianidad- hallamos diferentes medidas. Unas son portadoras del excesivo empeño en protagonizar variantes líricas sumidas en el concepto. Otras aluden al determinismo de la estética como bien inmaterial. Son las menos las que se encauzan por el camino menos transitado y, por consiguiente, sin localización definida ni ruta conocida. Hablamos, en ese caso, de la pulsión del signo y su búsqueda como estado poético.
En El fuego que no se extingue -«frágil volumen», como lo define el propio autor- apercibimos que la intermediación del tiempo obra como envolvente e «infeliz melancolía». Hay un empeño en desandar lo vivido, «Traigo la íntima noche, / siempre refugio claro de mi sombra, / y el deseo impaciente del retorno, / como el agua del mar», no como reprobación, «Todo en mí se redujo a la melancolía / que me ha envejecido desde los catorce años», pero sí como viaje emocional, al que el poeta nos invita a adentrarnos en la etapa vital en la que se percibe y siente con más intensidad la orfandad del mundo. Tal vez por ello ese protocolo de intenciones que para el lector se aconseja en Poema para microondas, «Llegue a casa y descálcese. / (…) Mientras se toma el té / (o la infusión, ni importa) / lea cada poema de este frágil volumen. / Es importante». El tiempo se consume y la espita de la evocación es un anhelo que descarga su aliento de ceniza, «Tuvimos amigos pasados los años que tanto / ganaron con fe y humildad / (…) En esta melange tan carnavalesca, crecimos, crecemos … y llega el final». Quizás sea en Plaza Nueva donde el lirismo detente su mayor y mejor capacidad para arañar al destino con fiera y nostálgica convicción. La plaza es el corazón. Centro neurálgico de la posesión y la pérdida. El corazón y la plaza se miran hacia dentro para invitarnos al silencio recogido y escuchar nuestros pasos perdidos en el vértigo del día a día, «El reloj no da tregua, corazón de Lucena, / hastío en el estío, soledad del otoño, / las pisadas son vida, como hoja en el retoño, / como sangre en las venas». La amistad se entrega en la plaza, en el mismo corazón. Deambula en los perfiles literarios que cruzan de un tiempo a otro las letras que les son comunes, «En diecisiete pasos te cruza Manuel Lara, / te convierten en décima Rivas y Antonio Cruz; / con su prosa creciente, como un vidrio al trasluz, / Julián Valle te aclara».
Manuel Guerrero Cabrera no sólo ciñe a sus labios la arruga del tiempo. Hace acopio de fortaleza en el amor, que es muro frente al inexorable fin, «Si preguntas el tiempo que nos queda, / probaré de tu cuerpo / las crestas de la sal / (…) pues este amor es tan fuerte / como la muerte». El poso de lo definitivo es, sin embargo, efímero y familiar aroma, «Porque en tu ausencia dejas / el eterno perfume / de las panaderías». Y es causa justa, sin titubeos ni cargos de conciencia. El amor es pleno y entusiasta poder de afirmación, «Que me perdonen / los sindicatos: / hoy no trabajo, / porque no tengo amor / en mis servicios mínimos» o lo convierte manjar exquisito «Dejo que el sol apruebe tu paciente blancura / para desayunarla al punto sin descanso; / entonces hay más luz, porque el alba procura / repetir que vivamos de amor otro remanso». Al final de esta primera parte, Melange, el autor lucentino hace un guiño a una de sus pasiones: el gotan. Componiendo lo que el bautiza como Tangohaiku, «Tu nombre es eco / paredón y después… / lo que ya ha muerto». En la segunda parte bajo el título de El mismo loco afán recoge poemas de sus anteriores publicaciones, El desnudo y la tormenta y Loco afán. De esta última apunto el poema que, con personalidad propia y privativa, es clavazón de la herida que no cesa de manar en la ausencia. La muerte del amigo es un tajo: «Y se fue sin aviso como un rayo caído / que escoge ser oscuro tras dividir la noche», que nos parte en dos por ese mismo rayo que elige la oscuridad.
El amor por la Literatura que Manuel Guerrero Cabrera alberga y expresa, no sólo en su faceta como docente, también por la intensísima actividad cultural y literaria que despliega en Lucena, su localidad de residencia, tiene su propio reflejo en esta obra en cuatro poemas ,los numerados 12, 13, 14 y 15, que contienen todo un principio sobre la escritura y la propia lengua. Es emocionante entonar «Cono ajutorio de nuestro dueno…» Aún más, a sabiendas que en las investigaciones del profesor Antonio Carrillo Alonso -en referencia a su obra Fernando de Herrera, Góngora y Soto de Rojas: su relación con la lírica arábigo-andaluza. Tesis del año 2005. Universidad de Sevilla-, colaborador de Emilio García Gómez, detecta y esclarece las preeminentes influencias arábigo-andaluzas en la lírica del Siglo de Oro, que se superponen a las grecolatinas. Jarchas y zéjeles condensan el germen lírico cuya huella encontramos en las coplas del cante flamenco. No es de extrañar que en El fuego que no se extingue, el vate de la comarca Subbética culmine con estos versos que cantan por si mismos: «¡Qué penita está brotando! / Porque lo vi con mis ojos, / besos te robaron / en la placita del Potro».

El fuego que no se extingue en Lucena

Ayer se presentó en Lucena, en el Círculo Lucentino, El fuego que no se extingue, que fue repartido gratuitamente entre la veintena de asistentes que decidieron acompañarme.

 
Tras la bienvenida del presidente del Círculo Lucentino, Mario Flores, continuó el concejal de Cultura, Manuel Lara Cantizani, que realizó una acertadísima introducción sobre mí y mi obra, resaltando algunos poemas, y señaló que mi estilo pertenecía al de la línea clara. Después, el poeta José Puerto habló del Aula de Literatura de Priego y destacó lo que se va haciendo por la poesía y la cultura desde Naufragio. Finalmente, intervine con una lectura de algunos de los poemas del libro, comentándolos y hablando de su génesis. El acompañamiento musical corrió a cargo de Manuel Delgado.